Sobre la Gracia: Naturaleza, Dispensación y Efectos en la Economía Salvífica

Introducción a la Doctrina de la Gracia

La gracia, ese don inefable que procede de la misericordia divina, constituye uno de los pilares fundamentales en la comprensión de la relación entre Dios y el hombre. Como enseña el Apóstol Pablo: «Por gracia habéis sido salvados por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (Ef 2,8-9). Esta afirmación paulina nos introduce en el misterio de la gratuidad divina, que se derrama sobre la criatura sin mérito previo, elevándola a una participación de la vida trinitaria.

La noción de gracia (χάρις en griego, gratia en latín) trasciende la mera benevolencia para constituirse en lo que San Agustín denomina «la más excelsa manifestación del amor de Dios»[^1]. Es precisamente este Doctor de la Iglesia quien desarrolla de manera magistral la teología de la gracia frente a las desviaciones pelagianas, afirmando con contundencia que «todo cuanto hay de bien en el hombre procede de Dios»[^2].

Naturaleza Ontológica de la Gracia

Para comprender adecuadamente la naturaleza de la gracia, debemos recurrir a las profundas enseñanzas del Doctor Angélico. Santo Tomás de Aquino, en su Summa Theologiae, establece una distinción fundamental entre la gracia como favor divino (gratia gratis dans) y como don creado (gratia gratis data)[^3]. La primera se identifica con el amor eterno de Dios, mientras que la segunda constituye el efecto de ese amor en el alma del hombre.

Como enseña San Tomás: «La gracia importa cierta perfección que dispone al hombre para que pueda agradar a Dios»[^4]. Esta perfección no es meramente moral, sino ontológica, pues modifica el ser mismo del hombre, elevándolo a un orden sobrenatural. Es una participación real, aunque analógica, de la naturaleza divina, tal como afirma el apóstol Pedro: «Para que llegaseis a ser partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4).

San Cirilo de Alejandría, Doctor de la Iglesia, profundiza en esta dimensión ontológica cuando afirma:
«Somos hechos partícipes de la naturaleza divina y se nos llama hijos de Dios, e incluso dioses, no sólo porque somos exaltados por la gracia a una gloria sobrenatural, sino también porque tenemos en nosotros la inhabitación de Dios»[^5].

División de la Gracia en el Pensamiento Escolástico

La tradición escolástica, siguiendo a San Agustín y perfeccionada por Santo Tomás, distingue diversas modalidades de la gracia:

  1. Gracia increada y creada: La primera es el mismo Dios en cuanto se da a las criaturas; la segunda es el efecto sobrenatural producido por Dios en el alma.
  2. Gracia santificante (habitual) y gracia actual: Como enseña San Tomás, «la gracia santificante es un hábito, mientras que la gracia actual es una moción transitoria»[^6]. La primera permanece en el alma como una cualidad estable que la santifica intrínsecamente; la segunda consiste en auxilios transitorios que mueven al alma a obrar sobrenaturalmente.
  3. Gracia operante y cooperante: Según explica el Aquinate: «Se llama operante en cuanto sana el alma, y cooperante en cuanto es principio de obra meritoria que procede también del libre albedrío»[^7].
  4. Gracia preveniente y subsiguiente: San Agustín expresa bellamente esta distinción: «Nos previene para que sanemos y nos sigue para que una vez sanos nos ejercitemos; nos previene para que seamos llamados y nos sigue para que seamos glorificados»[^8].
  5. Gracia suficiente y eficaz: Distinción que adquirió gran relevancia en las controversias teológicas posteriores a Trento, especialmente entre dominicos y jesuitas.

San Juan Crisóstomo, con su habitual elocuencia, destaca la importancia de la cooperación humana con la gracia divina: «Ni la gracia sin la voluntad, ni la voluntad sin la gracia pueden realizar algo; porque la tierra no produce fruto sin recibir semilla, ni la semilla germina sin tierra»[^9].

La Gracia en la Economía de la Salvación La gracia ocupa un lugar central en la economía salvífica, constituye el medio por el cual Dios realiza su designio de salvación. Como enseña San Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). Esta afirmación paulina nos revela la primacía absoluta de la iniciativa divina en el proceso de justificación.

San Bernardo de Claraval, Doctor Melifluo, insiste en esta prioridad de la gracia: «La gracia es absolutamente necesaria para la salvación. El libre albedrío es apenas un receptor; sólo la gracia es la donante»[^10]. No obstante, como bien expone Santo Tomás, esta primacía de la gracia no anula, sino que perfecciona la libertad humana, pues «Dios mueve todas las cosas según el modo propio de cada una»[^11].

El Papa San Pío X, en su encíclica Pascendi Dominici Gregis, advierte contra las interpretaciones modernistas que reducen la gracia a un mero sentimiento religioso: «La experiencia religiosa verdadera requiere la acción sobrenatural de la gracia, que eleva al hombre por encima de sus capacidades naturales»[^12].

La Dispensación de la Gracia: Sacramentos y Mediación Eclesial

Los sacramentos constituyen los canales privilegiados para la dispensación de la gracia. El Concilio de Trento, con precisión dogmática, define que «los sacramentos de la Nueva Ley contienen la gracia que significan y la confieren a quienes no ponen óbice»[^13].

San Buenaventura, Doctor Seráfico, explica la eficacia sacramental con singular penetración: «Los sacramentos son medicinas que no solo significan, sino que efectúan lo que significan, por virtud del Verbo encarnado y de su pasión vivificante»[^14].

La Iglesia, como enseña San Cipriano, es «el sacramento universal de salvación», el ámbito donde la gracia se comunica ordinariamente: «No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre»[^15]. Esta mediación eclesial no limita la libertad divina para comunicar su gracia, pero constituye el camino ordinario establecido por Cristo para la santificación de los hombres.

San Alfonso María de Ligorio, Doctor de la Iglesia, destaca especialmente la importancia de la oración en la economía de la gracia: «Quien ora se salva ciertamente; quien no ora, ciertamente se condena»[^16]. Esta sentencia lapidaria manifiesta la convicción del santo de que Dios ha dispuesto conceder muchas gracias solo a condición de que se le pidan.

La Justificación por la Gracia: Perspectiva Católica

La doctrina católica sobre la justificación, definida magistralmente en el Concilio de Trento, enseña que esta es «el paso del estado en que el hombre nace hijo del primer Adán, al estado de gracia y adopción de hijos de Dios por el segundo Adán, Jesucristo, nuestro Salvador»[^17].

Este proceso de justificación no es una mera declaración forense, como sostenían los reformadores, sino una renovación interior y real. Como afirma San Anselmo: «La justificación del pecador es la mayor obra de Dios, mayor incluso que la creación del cielo y de la tierra, pues éstos pasarán, mientras que la salvación de los predestinados permanecerá eternamente»[^18].

El Papa Pío XI, en su encíclica Quas Primas, recuerda que «Cristo reina principalmente en las almas por su gracia, por la cual constituye a los hombres partícipes de su vida divina»[^19]. Esta participación no es metafórica sino real, como enseña San Basilio el Grande: «El hombre recibe la deificación como premio a su obediencia, siendo elevado a lo que por naturaleza no podía aspirar»[^20].

La Gracia y las Virtudes Teologales

La infusión de la gracia santificante trae consigo las virtudes teologales —fe, esperanza y caridad— que son el principio inmediato de los actos sobrenaturales. Como enseña San Pablo: «Ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad, estas tres; pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Cor
13,13).

Santo Tomás explica que «la gracia es más noble que la naturaleza humana, pero la caridad es más noble que la esencia del alma, pues la primera es una participación de la naturaleza divina, mientras que la segunda es una participación del Espíritu Santo»[^21].

Santa Teresa de Ávila, Doctora de la Iglesia, con su característica profundidad mística, describe los efectos transformadores de la gracia en el alma: «No es otra cosa el alma del justo sino un paraíso donde Él tiene sus deleites. Pues ¿qué os parece será el aposento donde un Rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes, se deleita?»[^22].

La Gracia y el Mérito Sobrenatural

El concepto de mérito sobrenatural, correctamente entendido, no contradice la gratuidad de la gracia, sino que se fundamenta en ella. Como enseña San Agustín: «Cuando Dios corona nuestros méritos, no corona sino sus propios dones»[^23].

Santo Tomás desarrolla magistralmente esta doctrina: «El mérito del hombre ante Dios sólo puede existir en el supuesto de la ordenación divina, en cuanto que el hombre consigue por su operación, como premio, aquello para lo que Dios le concedió la facultad de obrar»[^24].

San Francisco de Sales esclarece esta aparente paradoja: «Nuestras obras, como procedentes de nosotros, no pueden tener proporción alguna con la gloria, pero como procedentes del Espíritu Santo, usando nuestra voluntad y nuestro consentimiento, pueden merecerla por la dignidad del agente principal»[^25].

La Gracia en los Diversos Estados del Hombre

La teología católica distingue diferentes estados del hombre con relación a la gracia:

  1. Estado de justicia original: En el que fueron creados nuestros primeros padres, dotados de gracia santificante y dones preternaturales.
  2. Estado de naturaleza caída: Consecuencia del pecado original, caracterizado por la privación de la gracia.
  3. Estado de naturaleza redimida: Fruto de la redención de Cristo, en el que la gracia se ofrece nuevamente al hombre.
  4. Estado de gloria: La consumación de la gracia en la visión beatífica.

San Ireneo de Lyon describe magistralmente este itinerario: «El Verbo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, por su trascendente amor, se hizo lo que somos nosotros, para hacernos a nosotros lo que es Él mismo»[^26].

El Papa León XIII, en su encíclica Divinum Illud Munus, enfatiza la obra del Espíritu Santo en la dispensación de la gracia: «El Espíritu Santo, al venir a habitar en las almas justas como en su templo, las enriquece con sus dones celestiales y las adorna admirablemente con su gracia»[^27].

La Controversia De Auxiliis: Gracia Eficaz y Libertad Humana

Una de las controversias teológicas más significativas sobre la gracia fue la denominada «De Auxiliis», que enfrentó principalmente a dominicos y jesuitas en los siglos XVI y XVII sobre la relación entre la gracia eficaz y la libertad humana.

Los tomistas, siguiendo a Domingo Báñez, defendían la premoción física, según la cual Dios mueve eficazmente la voluntad humana sin vulnerar su libertad. Los molinistas, por su parte, apoyándose en Luis de Molina, proponían la «ciencia media» por la que Dios conoce lo que haría libremente cualquier criatura en todas las circunstancias posibles.

San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia, que intervino en estas controversias, afirmaba: «La gracia de Dios no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona; no elimina el libre albedrío, sino que lo libera, lo sana, lo corrige, lo ilumina y lo ayuda»[^28].

El Papa Paulo V, tras prolongadas deliberaciones, decidió no emitir un juicio definitivo sobre estas disputas escolásticas, permitiendo que ambas escuelas siguieran enseñando sus posturas, con la condición de que ninguna calificara de herética la posición contraria.

Conclusión: La Gracia como Centro de la Vida Cristiana

La doctrina de la gracia no constituye una mera especulación teológica, sino que ilumina la experiencia cristiana en su totalidad. Como enseña San Pablo: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4,13). Esta certeza paulina resume la confianza del cristiano en el poder transformador de la gracia.

San Juan de la Cruz, Doctor Místico, describe la acción purificadora y elevante de la gracia: «Para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes. Para venir a lo que no posees, has de ir por donde no posees. Para venir a lo que no eres, has de ir por donde no eres»[^29]. Este itinerario de negación y purificación es obra de la gracia que prepara al alma para la unión transformante.

El Papa Pío XII, en su encíclica Mystici Corporis Christi, sintetiza admirablemente la centralidad de la gracia en la vida cristiana: «Así como en el cielo el Padre celestial puso a Cristo como cabeza de los ángeles y de los hombres, de la misma manera le constituyó también cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo místico, en el cual todos los fieles, unidos entre sí y con la divina Cabeza, viven de su misma vida sobrenatural, alimentados y creciendo por la gracia y los dones celestiales»[^30].

La gracia divina, en definitiva, realiza en nosotros lo que San Agustín expresó con insuperable belleza: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti»[^31].
Este descanso comienza ya en la tierra por la participación en la vida divina que nos otorga la gracia, y alcanzará su plenitud en la visión beatífica, cuando, como enseña San Pablo: «Dios será todo entodos» (1 Cor 15,28).

Bibliografía

[^1]: Agustín de Hipona, De natura et gratia, c. 4, n. 4; PL 44, 249.
[^2]: Agustín de Hipona, De dono perseverantiae, c. 13, n. 33; PL 45, 1013.
[^3]: Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 110, a. 1.
[^4]: Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 111, a. 2.
[^5]: Cirilo de Alejandría, Commentarium in Ioannem, lib. 9; PG 74, 273.
[^6]: Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 110, a. 2.
[^7]: Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 111, a. 2.
[^8]: Agustín de Hipona, De natura et gratia, c. 31, n. 35; PL 44, 264.
[^9]: Juan Crisóstomo, Homiliae in Matthaeum, hom. 82, n. 4; PG 58, 742.

[^10]: Bernardo de Claraval, De gratia et libero arbitrio, c. 1, n. 2; PL 182, 1002.
[^11]: Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 113, a. 3.
[^12]: Pío X, Pascendi Dominici Gregis, 8 de septiembre de 1907, ASS 40 (1907), 593-650.
[^13]: Concilio de Trento, Sesión VII, Canon 6 sobre los sacramentos en general, Denzinger-
Hünermann (DH) 1606.
[^14]: Buenaventura, Breviloquium, p. 6, c. 1.
[^15]: Cipriano de Cartago, De Ecclesiae Catholicae Unitate, n. 6; PL 4, 502.
[^16]: Alfonso María de Ligorio, Del gran medio de la oración, p. 1, c. 1.
[^17]: Concilio de Trento, Sesión VI, Decreto sobre la justificación, c. 4, DH 1524.
[^18]: Anselmo de Canterbury, Cur Deus homo, lib. 2, c. 16; PL 158, 416.
[^19]: Pío XI, Quas Primas, 11 de diciembre de 1925, AAS 17 (1925), 593-610.
[^20]: Basilio el Grande, De Spiritu Sancto, c. 9, n. 23; PG 32, 109.
[^21]: Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 23, a. 3, ad 3.
[^22]: Teresa de Ávila, Camino de Perfección, c. 28, n. 9.
[^23]: Agustín de Hipona, Epistula 194, c. 5, n. 19; PL 33, 880.
[^24]: Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 114, a. 1.
[^25]: Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, lib. 11, c. 6.
[^26]: Ireneo de Lyon, Adversus haereses, lib. 5, praef.; PG 7, 1120.
[^27]: León XIII, Divinum Illud Munus, 9 de mayo de 1897, ASS 29 (1896-97), 644-658.
[^28]: Roberto Belarmino, De gratia et libero arbitrio, lib. 6, c. 15.
[^29]: Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, lib. 1, c. 13, n. 11.
[^30]: Pío XII, Mystici Corporis Christi, 29 de junio de 1943, AAS 35 (1943), 193-248.
[^31]: Agustín de Hipona, Confessiones, lib. 1, c. 1, n. 1; PL 32, 661.

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